Este será el ocio de julio Cesar????????????
PARTIDA - Osvaldo Svanascini
-Porque
es mejor elegir una manera de morir a cualquier hora del domingo -se dijo-.Y
era cierto que en sus músculos ni la tarde cabía. Pero él estaba seguro de eso,
lo mismo que de algunas otras cosas con las que poblaba su vida e incluso a
veces trataba de evadirla. En las canciones melosas, a menudo llenas de alcohol
y a pesar de su propia domesticidad, encontraba la fuerza para justificar su
tristeza. Miró el reloj de arena y vio sus propios ojos, justo en la ampolla
superior, ligeramente distorsionados, mientras el material dentro del vidrio
caía sin relación con su manera de sentir la inquietud de la calma. Reparó
sorpresivamente en el ventilador y el aparato le contestó sin vacilaciones, con
un trepidar formado por convulsiones pequeñas, casi siempre cercanas a su
rostro. Las paletas podían verse debatiéndose en la velocidad, con expresión
invariable. Una expresión verdosa y acaso sibilina. Se dio cuenta de que aquel
ventilador era simplemente un ser en mitad de la tarde y le habló con mesura,
sin ocultar su vacío, su arrepentimiento y su lejana vitalidad. Mientras le
hablaba, las otras cosas que navegaban en el estudio lo miraban no con aquella
incipiente naturalidad que aparentaban sino con una fijación posesiva. Él
escuchó una serie de sonidos imperfectos, aunque amalgamados entre sí, trabados
gravemente, discutiblemente premonitores. Del piso crecieron las huellas que
durante años fueron empujadas hacia la calle. El primero en contestarle fue el
globo terráqueo, con voz gangosa y profunda y una oscilante aunque definitiva
gravedad. Marcelo no pudo inmutarse ya que la voz partía de las costas de
Australia y ningún árbol parecía moverse, aunque era evidente que la melancolía
llegaba desde las llanuras petrificadas y de los montes aletargados bajo capas
de nieve. Eso era por primera vez absolutamente suyo, con la misma familiaridad
que había previsto desde bastante antes. Y con dulzura se fue deslizando hacia
el suelo, tomó una avellana y se la colocó suavemente sobre la lengua,
recordando nítidamente que su padre había muerto y que su madre se hallaba en
aquel momento flotando en el río, con la cabeza hacia abajo y sus ojos
justificando a los peces que ya se habían ensañado con sus párpados y sus
amplias pantorrillas. -¿Acaso tengo la culpa? -preguntó a las campanillas
asiáticas colgadas de la lámpara-. Pero Marcelo sabía que la tenía, y no estaba
dispuesto a admitirla.
Sólo que
al apretar dos veces el gatillo no oyó los estampidos y siguió caminando con su
madre a su lado, o por lo menos con aquellos vestidos que formaban a su madre,
silenciosos a esa hora, sin sufrir, sin siquiera distinguir lo que puede
elegirse, sin admitir que otro ser puede acompañarnos porque no estamos
dispuestos a admitirlo, aunque después nos cueste mantener su vigencia fuera de
los caminos que nos conducen a la quietud. Marcelo optó por pinchar las yemas de
sus dedos, advirtiendo que la sangre se hacía partícipe de sus creaciones y de
sus mínimos sentimientos de duda. Y escuchó las palabras densas del fetiche de
la isla de Pascua, deformado por las creencias, exhalando un vaho asimilable,
mientras hablaba de los pobres de la tierra, sin inflexión, apenas deslumbrado
por su particular justicia. Marcelo se vio rodeado de largos e informes pinos
absolutamente cubiertos de ojos, pero no sintió el horror porque estaba
habituado. Tomó de nuevo el revólver y marcó un número en el disco del
teléfono. -Quiero que me envíe un mensajero -dijo al otro solitario de la
línea.
Y esperó,
convencido de que no podía suicidarse porque las leyes a veces pueden inundarle
a uno aunque en ellas no exista particular gratitud. Preparó el revólver detrás
del biombo con decoraciones doradas, ajustándolo a la silla, y ató el cordón al
gatillo, pasándolo por delante del panel. Lo hizo con ligero temblor,
recordando el origen de las figuras pintadas sobre las paredes, mirando las
cosas y hablando con ellas, hasta sentir tedio y un neutro sentimiento de odio.
Su padre había sido bueno, tanto como podía incluso olvidarse de serlo. Los
bosques de pinos pueden también parecer frondosos y acaso tan quietos como lo
desee el viento. Más tarde hizo entrar al chico y le explicó lo que debía hacer
sin que el otro advirtiese el juego, a pesar de sus pequeñas vacilaciones o tal
vez de su displicencia. Después se concentró en el ventilador, en el fetiche,
en la jaula para grillos completamente sola, en el busto de Homero, en el barco
en la botella y en las miniaturas. El chico sostuvo el cordón y oyó hablar a
los objetos sin entender nada, borracho de normalidad, con las manos agitadas,
pensando en su primo Mario, que había muerto debajo de una aplanadora: veía
ahora su cara desierta en medio de la sala, sin darse cuenta de que lo hacía
por primera vez. Inconscientemente pasó el cordón entre los dedos, mientras
Marcelo esperaba detrás del biombo. El ventilador se quejó y Marcelo se dio
cuenta. También sintió su voz. Le habló de soluciones capaces de animar la
dimensión de las sombras y lo hizo en un tono memorable, auque sin
interpretarlo debidamente. Las dos máscaras javanesas también se acercaron. Y
él tembló, convencido de que en todo aquello no había defensa y se dejó estar,
pretendiendo que había pasado mucho tiempo. Entonces, el frasco de las
especies, empujado por las palabras, cayó en el piso y el chico, asustado,
salió corriendo. El revólver disparó y Marcelo se tomó el pecho. -Es tan
desigual...
-musitó-.
Y casi, en seguida, entró la madre, con los ojos desorbitados y el vientre
hinchado por el agua.
Fuente:
SVABASCINI, OSVALDO, Retorno al día que se va.
Buenos Aires, Editores
Dos, 1969 (págs. 33-36)
fotografía: Wilson Zapata, del ajedrez en tornillos de ensamble de Julio Cesar en la Cocina de Taller 7. Medellín
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