El destino de los embalsamados.
Por Gabriel García Márquez
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| Imagen expeculativa sobre Chavez en su ataúd. |
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Como uno de los chismes periódicos que divulgan las agencias de prensa, ha surgido ahora la versión de que el cuerpo de Lenin que se exhibe en la plaza Roja de Moscú es, en realidad, una estatua de cera.
Se dice que un sobrino de Stalin llamado Budu Svakadze reveló el
secreto en un libro que el KGB no permitió publicar en 1952, pero que
una copia del manuscrito logró llegar a Israel por correos clandestinos,
y desde allí ha sido difundida al mundo por el Jerusalem Post.
Todo esto es tan difícil de comprobar, que tal vez el método más útil
sea tomarse el trabajo de viajar a Moscú, hacer la cola de tres horas
bajo las nieves de enero y entrar en el glacial y denso edificio de
mármoles incandescentes para tratar de averiguar con ojos propios qué
puede haber de cierto en este folletín trasnochado. Yo lo hice en las
dos únicas ocasiones en que he estado en la Unión Soviética —en 1957 y
en 1979—, y en ambas tuve la impresión de que el cuerpo de Lenin estaba hecho de su materia natural,
aunque es fácil entender que un visitante distraído, o demasiado
incrédulo, se sienta inclinado a pensar que es una estatua de cera.
La primera vez, el cuerpo de Lenin yacía en su urna de cristal, a la
derecha del cuerpo de Stalin, que todavía entonces se consideraba digno
de aquella gloria de formaldehído. Lenin había muerto 33 años antes, y
Stalin, apenas cuatro, y la diferencia se notaba. Este último parecía
irradiar un aura de vida, y su bigote histórico de tigre montuno apenas
si ocultaba una sonrisa indescifrable. Lo que más me llamó la atención —como ya lo dije en los reportajes que publiqué en aquella ocasión— fueron sus manos delgadas y sensibles, que parecían de mujer.
De ningún modo se parecía al personaje sin corazón que Nikita Jruschov
había denunciado con una diatriba implacable en el vigésimo congreso de
su partido. Poco después, el cuerpo sería sacado de su templo glorioso y
mandado a dormir un sueño sin testigos, y tal vez más justo, entre los
muertos numerosos de los patios del Kremlin. Muy cerca de la tumba de
John Reed, el único norteamericano que alimenta las rosas de aquel
jardín quimérico.
El cuerpo de Lenin era menos impresionante, porque estaba menos
conservado. En efecto, 33 años son muchos, aun para los muertos, y
también en ellos se notan, a través del tiempo, los artificios del
embalsamamiento. Al lado de la cabeza de Stalin, enorme y maciza, la de Lenin parecía tan frágil como si fuera de vidrio, y su semblante oriental parecía llegarnos de muy lejos.
Tal vez buena parte de esa degradación había sido heredada de sus dos
últimos años de vida, que para Lenin habían sido de sufrimientos. En
1922 había sido operado para sacarle una bala que le quedó en el cuello
del atentado de agosto de 1918, y el brazo izquierdo le quedó sin vida.
El año siguiente sufrió varias recaídas, perdió el habla, se redujo a la
nada su fabulosa capacidad de trabajo, y el 21 de enero de 1922 murió
devastado por la arterioesclerosis cerebral. Su cerebro, extraído para
embalsamar el cuerpo, tenía la consistencia árida de una piedra. La
inutilidad del brazo izquierdo se notaba aun después de embalsamado, y
la erosión general del cadáver, que ya era evidente la primera vez que
yo lo vi, lo era mucho más la segunda, cuando ya habían transcurrido 55
años de la muerte. Pero en ningún caso me pareció una estatua de cera, entre otras cosas, porque la cera no tiene la buena virtud de envejecer.
En realidad, lo que mas me estremeció en las dos ocasiones en que vi
la momia de Lenin fue la impresión ineludible de que el cuerpo no se
conservaba completo bajo las sábanas de la urna, sino que lo habían
cortado por la cintura para facilitar la conservación.
Hasta el pecho, en efecto, el relieve del cuerpo era convincente,
pero luego se confundía con la superficie del mesón donde estaba
acostado, y se dejaba la puerta abierta a cualcluier aventura de la
imaginación. No era fácil soportar la idea de que la muchedumbre
que desfilaba por el mausoleo le estaba rindiendo tributo a un héroe
partido por la mitad, cuya parte inferior se había podrido y convertido en polvo en algún basurero distinto.
En todo caso, estas suposiciones son posibles por la mala costumbre de conservar cadáveres para ser adorados por la muchedumbre.
Nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una mujer
memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta
funeraria. Los motivos de los egipcios eran perdonables, porque creían
que mientras se conservara el cuerpo se conservaría también el espíritu,
y en ningún caso embalsamaban a sus faraones para la exhibición
pública. Los católicos, al revés, piensan que la conservación casual del
cuerpo es un indicio de santidad, y lo exponen en sus templos para
deleite de sus fieles.
Pero es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la costumbre creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto de los héroes con el culto de sus momias.
Es el caso en Bulgaria, donde se conserva el cuerpo de Dimitrov, y el
caso de China, donde se conserva el cuerpo de Mao, y el caso de Vietnam,
donde se conserva el cuerpo de Ho Chi Min. No se necesita ser un
visionario para suponer que Kim II Sum, el presidente de Corea del
Norte, que desconoce por completo el dulce encanto de la modestia, debe
estar ya ansioso por someter su cuerpo glorioso a los buenos oficios de
sus embalsamadores.
Por fortuna, Cuba sentó un precedente ejemplar para este lado del
mundo con las manos del Che Guevara, que fueron cortadas por la CIA para
una identificación a fondo por las huellas digitales. Un antiguo
funcionario del gobierno boliviano que desertó de su cargo las llevó
después a La Habana, y no faltó quien sugiriera la idea de conservarlas
para el culto público. Fidel Castro, que tiene la buena costumbre de
llevar estos problemas hasta la última instancia, lo consultó con las
muchedumbres al final de un discurso en un acto de masas. La respuesta,
que era la que Fidel Castro esperaba, fue unánime y rotunda: nones.
Hay en América Latina otros antecedentes que no son tan consoladores. El general Antonio López de Santa Ana, que gobernó a México varias veces desde 1833, perdió la pierna derecha en la guerra contra los invasores franceses y la hizo enterrar en la catedral,
bajo palio de obispo y con todos los honores militares y religiosos, en
unos funerales babilónicos presididos por él mismo. Más tarde, el
general Alvaro Obregón perdió el brazo izquierdo por una bala de cañón
que le disparó Pancho Villa en la batalla de Celaya, y su mano se
conserva todavía en la Ciudad de México, achicharrada por el formol, en
un monumento público, que por razones inescrutables se ha convertido en
un sitio de peregrinación de los jóvenes enamorados.
El caso más extraño de nuestro tiempo es el del cadáver de
Evita Perón, que desapareció de Buenos Aires después de embalsamado y
repareció muchos años después en Italia, bajo la
responsabilidad del Vaticano. El hombre que la embalsamó era un catalán
grandilocuente que montó guardia en la antesala de la enferma durante
las largas semanas de su agonía, pues debía proceder al embalsamamiento
en el instante mismo de la muerte para una conservación más convincente y
duradera.
Mientras esperaba, les hacía ver a los visitantes ilustres el álbum
de fotos de sus trabajos más notables. Y entre ellos, su obra maestra:
un niño de Montevideo que había muerto a los siete años, y cuyos padres lo hicieron embalsamar sentado en una sillita y vestido de marinero.
Todos los años, durante muchos, sus hermanos le celebraron el
cumpleaños con los que fueron sus amigos, hasta que todos crecieron, y
se casaron y tuvieron otros hijos para embalsamar, y el pobre niño
embalsamado, en su sillita de madera y con su vestido de marinero, quedó
a merced de las polillas y el olvido en un ropero del dormitorio.
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